16.4.13

En ese mismo lugar desde el cual ahora me miras, te sentaste aquella vez.   El pelo crecido, el frío de la noche, y el entender que no estabas sentado aquí, por casualidad...
Te descubrí ahí mismo.
Lo supe y te lo dije; algo así como: que bueno que existas en el mundo.
Pero te lo dije después  cuando ya no me mirabas, cuando te tomabas el tren y yo me acostaba, y podía decírtelo como quien no se hace mucho cargo de su propia mirada.

Eras un niño, y yo en algún sentido, también.
Ese día nos tomamos de la mano, pero me refiero a las manos invisibles, esas que no salen del cuerpo y se imantan cuando se encuentran.

Y entre intensidades y confusiones fuimos aprendiendo a vivir. A vivir distinto a como vivíamos antes. Distinto porque nos revolucionamos un poquito la vida, la expandimos para aquí  y para allá, generando intersecciones y surcos, ríos y desiertos. y ya no fuimos niños.

Poder quererte desde el desierto me jacta del amor. Y de la inmensidad del todo, y de que toda esa inmensidad se encuentra dentro mío, y dentro tuyo, y dentro de cada ser.   Y que cuando me cuentas cantando lo que somos, sentado hoy aquí  mientras me miras, te recuerdo aquella vez, y me llenas de goce, porque sos otro, sos pleno, sos hermosamente libre, y estoy aquí para escucharlo.

Me sonrío, cómplice, y te vuelvo a decir: me hace inmensamente feliz que existas en este mundo.

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